La yerba del diablo

--Te lo digo, nosotros los indios ya no necesitamos el poder de la yerba del diablo. Creo que poco a poco hemos perdido el interés, y ahora el poder ya no importa. Yo mismo no lo busco, y sin embargo una vez, cuando tenía tu edad, también sentía por dentro su hinchazón. Me sentía como tú te sentiste hoy, sólo que quinientas veces más fuerte. Maté a un hombre con un solo golpe de mi brazo (...) Una vez salté tan alto que tronché las copas de los árboles más altos. ¡Pero todo eso fue en balde! Lo único que hacía era asustar a los indios: nada más a los indios. Los demás, que no sabían de eso, no lo creían. Veían a un indio loco, o bien algo que se movía en las copas de los árboles.
Estuvimos callados largo tiempo. Yo necesitaba decir algo.
--Era distinto cuando había gente el mundo--prosiguió--, gente que sabía que un hombre podía convertirse en león de montaña o en pájaro, o que un hombre podía volar así nomás. Por eso ya no uso la yerba del diablo. ¿Para qué? ¿Para asustar a los indios?
Y lo vi triste, y una honda simpatía me llenó. Quise decirle algo, aunque sea una perogrullada.
--Tal vez, don Juan, ese sea el destino de todos los hombres que quieren saber.
--Tal vez--dijo suavemente.

Las enseñanzas de Don Juan, Carlos Castaneda.

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