Ya de camino hacia casa, le pedí a mi padre que pasáramos por casa de Fundahl, el panadero, para darle las buenas noches y pedirle de paso algún pan o algún pedazo sobrante de sus pasteles de color gris oscuro, cuya capa de mermelada era tan roja como el cuello de Scharnhorst. Mientras nos dirigíamos a casa por las calles oscuras y silenciosas, le sugería a mi padre el diálogo que debería tener con Fundahl... para dar a nuestra visita la apariencia de algo casual. Yo mismo estaba sorprendido de mi inventiva, y cuanto más nos acercábamos al establecimiento de Fundahl, más convincentes se hacían mis ideas y mejor era el diálogo imaginario que había de tener mi padre con Fundahl. Papá meneaba la cabeza con energía de un lado a otro, porque el hijo de Fundahl estaba en su clase y era un mal alumno; pero al llegar a la casa de Fundahl, se detuvo, indeciso. Yo sabía lo difícil que le resultaba, pero seguía pinchándole, y mi padre respondía a cada uno de mis intentos con un gesto tan brusco como los que hacen los soldados en las películas cómicas; se acercó a la puerta de la casa de Fundahl y llamó: un domingo por la noche, hacia las diez. Y luego se desarrollaba siempre la misma escena muda: alguien abría la puerta, jamás el mismo Fundahl, y mi padre estaba tan azorado y agitado, que ni siquiera acertaba a dar las buenas noches; entonces el hijo, la hija o la mujer de Fundahl, o cualquiera que estuviese en la puerta, se volvía a gritar hacia el oscuro pasillo:
--Papá, el señor catedrático.
Y mi padre esperaba en silencio, mientras yo me quedaba tras él y tomaba nota de los olores que me llegaban de la cena de los Fundahl: olía a asado o a tocino estofado, y, cuando estaba abierta la puerta del sótano, me llegaba el olor a pan. Luego aparecía Fundahl, entraba el la tienda, traía un pan y, sin envolverlo, se lo tendía a mi padre. Papá lo tomaba sin decir palabra. La primera vez, no llevábamos ni una bolsa ni papel, y papá se puso el pan bajo el brazo, mientras yo andaba silencioso a su lado y observaba su expresión: era siempre una expresión risueña, orgullosa, y nada indicaba lo difícil que había sido aquello para él. Cuando quise tomarle el pan para llevarlo yo, él denegó cariñosamente con la cabeza, y después, al volver a la estación los domingos por la noche, para dejar en el tren el correo de mamá, yo cuidaba siempre de llevar una cartera. Hubo meses en los que ya el martes empezaba a gozar con la perspectiva de aquel pan extra, hasta que un domingo, inesperadamente, fue el propio Fundahl quien nos abrió la puerta. Por la expresión de su rostro, me di cuenta en seguida de que no habría pan: los grandes ojos negros eran duros, la pesada mandíbula era como la de una escultura de un monumento; apenas si movió los labios cuando dijo:
--Sólo puedo vender pan a cambio de vales. Y nunca en domingo.
Y nos dio con la puerta en las narices, la misma puerta que hoy sirve de entrada en su café, donde se reúne el club de jazz local. Lo he visto en el cartel, de un color rojo de sangre:
negros radiantes, con los labios pegados a las doradas boquillas de sus trompetas.
Entonces tardamos unos segundos en recobrarnos de la sorpresa y volvimos en casa, yo con la cartera vacía, cuya piel era tan blanda como la de una bolsa de la compra. El rostro de mi padre no era distinto al de siempre: orgulloso y risueño. Dijo:
--Ayer tuve que ponerle una mala nota a su hijo.
--Papá, el señor catedrático.
Y mi padre esperaba en silencio, mientras yo me quedaba tras él y tomaba nota de los olores que me llegaban de la cena de los Fundahl: olía a asado o a tocino estofado, y, cuando estaba abierta la puerta del sótano, me llegaba el olor a pan. Luego aparecía Fundahl, entraba el la tienda, traía un pan y, sin envolverlo, se lo tendía a mi padre. Papá lo tomaba sin decir palabra. La primera vez, no llevábamos ni una bolsa ni papel, y papá se puso el pan bajo el brazo, mientras yo andaba silencioso a su lado y observaba su expresión: era siempre una expresión risueña, orgullosa, y nada indicaba lo difícil que había sido aquello para él. Cuando quise tomarle el pan para llevarlo yo, él denegó cariñosamente con la cabeza, y después, al volver a la estación los domingos por la noche, para dejar en el tren el correo de mamá, yo cuidaba siempre de llevar una cartera. Hubo meses en los que ya el martes empezaba a gozar con la perspectiva de aquel pan extra, hasta que un domingo, inesperadamente, fue el propio Fundahl quien nos abrió la puerta. Por la expresión de su rostro, me di cuenta en seguida de que no habría pan: los grandes ojos negros eran duros, la pesada mandíbula era como la de una escultura de un monumento; apenas si movió los labios cuando dijo:
--Sólo puedo vender pan a cambio de vales. Y nunca en domingo.
Y nos dio con la puerta en las narices, la misma puerta que hoy sirve de entrada en su café, donde se reúne el club de jazz local. Lo he visto en el cartel, de un color rojo de sangre:
negros radiantes, con los labios pegados a las doradas boquillas de sus trompetas.
Entonces tardamos unos segundos en recobrarnos de la sorpresa y volvimos en casa, yo con la cartera vacía, cuya piel era tan blanda como la de una bolsa de la compra. El rostro de mi padre no era distinto al de siempre: orgulloso y risueño. Dijo:
--Ayer tuve que ponerle una mala nota a su hijo.
El pan de los años mozos, Heinrich Böll.

Imagen: Monumento a Heinrich Böll, en Berlín.
Muchas gracias, Rythmduel, por tu colaboración.
6 comentarios:
BUENÍSIMO. Me lo leí de un tirón. Muy groso. Qué panadero careta (?).
¡Felicidades!
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Me ha gustado mucho. ¿Podrías decir de dónde lo has extraído? La verdad es que funciona bien independientemente del contexto.
Huy, déjalo, que acabo de ver de dónde lo has sacado... esto de no fijarse...
Gracias a vosotros, artistas...
Gracias por dejarnos una invitación en nuestra bitácora. Han creado un muy buen espacio.
Gran saludo.
De Springfield
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